La abogada estadounidense, Stacey Conner (41), siempre quiso tener una enorme familia, tanto con hijos biológicos, como adeptados. “El mundo es un enorme lugar lleno de niños. Queríamos traer uno de esos a nuestra familia, darle nuestro amor a quienes no lo tienen”, afirmó a la revista del hogar Good HouseKeeping.
Durante 2005, trabajó como voluntaria en un orfanato en Haiti, donde finalmente decidió adoptar a dos niños de este país junto a su esposo, el farmacéutico Matt Conner. Lamentablemente, el proceso tardó año y medio y cuando arribó su hijo adoptivo de 5 años y otra niña de 1 año a su hogar, ella había dado a luz un bebé también de un año.
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“Tener instantáneamente una familia multicultural fue mágico… por al menos dos semanas”, explicó. Su hijo mayor, a quien sólo denomina como “J”, era extremadamente cariñoso con los extraños, pero al primer minuto en que quedaba solo junto a ella, protagonizaba fuertes pataletas que duraban horas, marcadas por los gritos, golpes y patadas.
Pronto, “estaba cometiendo el peor pecado maternal: sentir que amabas a un niño menos que a los otros”, declaró. Lo que más le shockeaba, es que J era agresivo con sus hermanos, a quienes pellizcaba y a veces intentaba atacar.
Stacey lo intentó todo: que su esposo pasara tiempo de calidad con el pequeño, le pidió ayuda a la trabajadora social y luego fue a un terapeuta especializado en desórdenes de apego. Éste le explicó que J no podía asumir el rol de hermano mayor, porque era mucha presión tras el repetido abandono que sufrió en el orfanato de Haiti. En conclusión, J necesitaba ser hijo único o el menor de la familia.
“Sentí que el experto me decía que como tuve bebés, lo mejor sería hallar otro hogar para J”, explicó. Al principio descartó completamente la idea y prefirió optar por tener los ojos encima de él las 24 horas del día. Logró vivir dos meses así, hasta que un día el niño la golpeó en la cara y le rompió la nariz por pedirle que no lanzara una pelota al techo de la casa.
“Sangraba profundamente, sentada en la alfombra, llorando. Mis dos pequeños se escondían tras una silla, llorando. Ahí me di cuenta: esto es una situación de violencia doméstica. Si su padre hubiera hecho algo así, me llevaría a los niños a un lugar seguro”, explicó.
La pareja se rindió y le pidió ayuda a una agencia de adopción especializada en relocalizar niños cuando las cosas salían mal. Les pidieron un hogar donde J fuera el más joven o un hijo único. Finalmente, los indicados fueron una pareja cuyos hijos biológicos ya eran adultos y que habían criado a varios adolescentes bajo su alero.
Al contarle a J, “él inmediatamente se abrió ante la idea. Pusimos la foto de su familia en el refrigerador y él dijo ‘esta es mi nueva mamá. Esta es mi nuevo hermana'”, recordó la mujer. El día en que lo fueron a entregar, él ni siquiera lloró ni se despidió de ella, tal como advirtió su terapeuta.
A 7 años de lo ocurrido, Stacey tiene dos niños que crecen felices y ha aprendido a tolerar las preguntas y miradas desagradables de sus vecinos, quienes aún la juzgan por lo que hizo. Incluso, la abogada se siente lista para volver a adoptar, aunque con una sola condición “que el niño sea menor que nuestros hijos”, puntualiza.